viernes, 20 de mayo de 2011

Midnight In Paris, de Woody Allen

Siempre me ha llamado la atención un fenómeno curioso que ocurre con mucha frecuencia en el mundo de la música. La mayoría de artistas suelen publicar sus mejores obras cuando son más jóvenes e inexpertos. Me resulta paradójico, ya que se supone que con los años se va acumulando experiencia en la composición, lo que hace que el artista sea capaz de crear canciones más redondas. Seguramente, la clave está precisamente en esa inexperiencia, que combinada con la ilusión, hacen que el artista se inspire y sea más creativo que nunca. Woody Allen lleva unos cuantos años en una situación similar, hace buenas películas, pero no transmite la frescura de sus inicios. Por eso, con Midnight In Paris, ha intentado hacer lo que muchos grupos musicales, inspirarse en las canciones de sus primeros años para componer las nuevas con la experiencia compositiva adquerida a lo largo de su carrera. Y ha acertado de pleno.

La película fue estrenada a nivel mundial en el festival de Cannes como película de inauguración y se llevó una ovación que el bueno de Woody hacía tiempo que no escuchaba. Por si fuera poco, los medios la pusieron por la nubes, tanto que si se hubiera estrenado en unos meses, no habría podido concetrarme adecuadamente para preparar los exámenes. Afortunadamente, ese mismo domingo pude deleitar a mi paladar cinéfilo. Llegué prácticamente "virgen" a la proyección, no había oido nada acerca del argumento y tampoco había visto ningún trailer, cosa que recomiendo hacer con cualquier película a todo el mundo.

Desde los primeros planos de los lugares más emblemáticos de la capital francesa, sabemos que este va a ser un viaje inolvidable y otro habitual poema a una ciudad. Cuando entramos en la narración, me sorprendo ante el poder interpretativo de Owen Wilson (actor bilipendiado donde los haya), que hace un papel que podría haber interpretado el propio Allen en su juventud. Me divierto como nunca en el cine gracias a los viajes al París de los años veinte y las apariciones de artistas que admiro, como Hemingway, Picasso, Dalí o Buñuel (estos dos últimos protagonizan uno de los mejores gags que he visto en la filmografía de Allen, cuyo genial sentido del humor sigue intacto). Me enamoro de la preciosa Marion Cotillard, un gropie de la época de la que el personaje de Wilson se enamora perdidamente. Y, sobretodo, me emociono con el final, donde me doy cuenta que, por mucho que odiemos nuestro presente, no se puede vivir en el pasado.

Cuando salgo del cine reflexiono sobre el tiempo que me ha tocado vivir. Está claro que habría sido una gozada compartir residencia con Dalí, Buñuel y Lorca, o que habría sido un privilegio ser un aprendiz de Da Vinci. Pero, sinceramente, prefiero vivir en estos años, en el que convivimos con genios como Woody Allen y podemos acceder a todo el arte anterior a nosotros. Otra cosa que consigue el neoyorkino es que empieze a aborrecer mi ciudad (ya no digamos mi pueblo) cuando pongo el pie en la calle. Cualquier ciudad que toca, la convierte en adorable, y París, que es bella por naturaleza, no iba a ser menos. Gracias Woody, por seguir deleitándonos con tu cine y tu talento, que no tiene fecha de caducidad.

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